Agua
La aprobación de la Ley General de Aguas representa, en teoría, el cumplimiento de un mandato constitucional pendiente desde 2012. Sin embargo, esta reforma no constituye solo un instrumento técnico-legal, sino un discurso que redefine las relaciones de poder como recurso estratégico y como derecho humano. La pregunta central que surge es: ¿Este nuevo marco normativo garantiza la justicia hídrica o simplemente centraliza el control estatal sobre un bien que históricamente ha sido objeto de acaparamiento y sobreexplotación? Esta nueva Ley, pese a su retórica progresista de garantizar el derecho humano al agua y combatir el acaparamiento, reproduce estructuras de poder centralizadas que generan incertidumbre jurídica, limitan la autonomía territorial y carecen de mecanismos operativos y presupuestales para cumplir sus objetivos.
La reforma eleva el derecho humano al agua a prioridad absoluta, estableciendo que el consumo doméstico debe prevalecer sobre usos industriales o agrícolas. Prohíbe la transferencia de concesiones entre particulares, eliminando el mercado secundario que permitía la especulación con títulos de agua. Además, crea el Registro Nacional del Agua para transparentar quién usa, cuánta agua y para qué fines, y establece sanciones más severas, incluyendo delitos hídricos con penas de prisión. Todo esto constituyen un cambio paradigmático en la gestión del agua. Desde 1992, la Ley de Aguas Nacionales permitió la concentración de concesiones, generando prácticas de acaparamiento que beneficiaron a grandes agroindustrias, mineras y embotelladoras.
Conagua concentrará facultades para otorgar, modificar, revocar y reasignar concesiones, sin contrapesos institucionales. Los estados deben armonizar sus leyes locales en 180 días, subordinando la gestión regional a directrices federales. La prohibición de cambiar el uso del agua originalmente concesionada hace rígida la gestión en contextos de cambio climático. Además, la reforma carece de estudios de impacto presupuestal y no asegura inversión para infraestructura. Esta concentración de poder, sin fortalecimiento de su capacidad operativa, reproduce el modelo centralista que históricamente ha fracasado en México. Desde un enfoque de políticas públicas advierte que el discurso legislativo no transforma automáticamente la realidad institucional. La implementación efectiva requiere capacidades administrativas, recursos financieros y credibilidad social.
La aprobación de la ley fue acelerada, sin consulta previa, libre e informada a pueblos originarios. Organizaciones campesinas realizaron bloqueos carreteros durante el debate legislativo, manifestando que la reforma criminaliza prácticas tradicionales de uso del agua. La credibilidad democrática de una política pública no se agota en su aprobación legislativa, sino en los procesos deliberativos que la preceden. La ausencia de participación efectiva de comunidades rurales e indígenas contradice los principios de justicia ambiental que el Estado mexicano ha suscrito internacionalmente. Las políticas públicas son el resultado de luchas simbólicas y materiales entre actores con capacidades asimétricas de influencia. El proceso de aprobación acelerada, con más de 60 modificaciones de último momento, evidencia la debilidad del diálogo entre gobierno y sectores sociales afectados.
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Es probable que la concentración de facultades en Conagua, sin mecanismos de rendición de cuentas, derive en arbitrariedades políticas en la asignación de agua. La senadora Verónica Rodríguez Hernández advirtió que la reforma "convierte el agua en instrumento de manipulación política y electoral, al permitir que el gobierno federal decida discrecionalmente quién mantiene su concesión, quién la pierde y a quién le reducen volúmenes". Los defensores de la reforma argumentan que las críticas provienen de sectores opositores que históricamente se beneficiaron del modelo neoliberal del agua. El senador Cantón Zetina afirmó que la ley "elimina la visión mercantilista del agua y la regresamos a su dueño legítimo, que es el pueblo de México". El diputado Monreal sostuvo que se han incluido salvaguardas para proteger derechos de pequeños productores.
Un elemento crítico ausente en el debate legislativo fue la tensión con el Tratado de Aguas de 1944 con Estados Unidos. México enfrenta presiones de la administración Trump por supuestos incumplimientos en la entrega de agua del río Bravo, con amenazas de aranceles del 5%. Esta disputa evidencia que la gestión del agua no puede abordarse exclusivamente desde la soberanía nacional, sino que requiere coordinación transfronteriza. La paradoja es que mientras México centraliza el control del agua, debe negociar entregas a Estados Unidos que comprometen el abastecimiento de estados del norte como Tamaulipas, Nuevo León, Chihuahua y Coahuila. La presidenta Sheinbaum reconoció las limitantes físicas y la necesidad de priorizar el consumo humano nacional, pero el marco legal aprobado no articula mecanismos claros para resolver estos dilemas de asignación en escenarios de escasez.
En conclusión: La nueva Ley General de Aguas representa un momento político significativo en la historia hídrica de México. Su discurso de justicia hídrica, reconocimiento del derecho humano al agua y combate al acaparamiento se vincula con demandas legítimas de millones de mexicanos que enfrentan desabasto, contaminación y mercantilización del vital líquido. Los pendientes son estructurales: fortalecer las capacidades técnicas y financieras de Conagua y organismos operadores locales; establecer mecanismos de participación vinculantes de comunidades y pueblos originarios. La reforma, en su estado actual, corre el riesgo de convertirse en una "política pública simbólica", que son: instrumentos que modifican el marco normativo sin alterar las relaciones de poder ni resolver los problemas estructurales. "Que sus sueños brillen con luz propia en estas fiestas". Un fuerte abrazo a todas y todos mis lectores.
@jszslp




