Ensayo
Cuando era niña, los tiempos se volvían absolutamente subjetivos. Un recreo podía durar un minuto y un regaño toda una vida. Recuerdo con claridad varios momentos donde el tiempo se estiraba como flexible liga, haciendo que un par de horas se sintiera mucho más duradera de lo que realmente era.
Ahí están las tardes cuando salíamos en el poderosísimo Volkswagen amarillo de mi tía Irma, a donde nos montábamos después de llegar a la casa, cambiarse el uniforme, hacer la tarea y luego salir a donde los destinos de mis tías indicaran. Unas veces era a Blanco, la tienda departamental que estuvo en Carranza, justo frente al colegio Motolinía. Otras era a la pequeña papelería que todavía sobrevive en Santos Degollado, donde tenían el mejor surtido del mundo mundial en láminas de todo tipo para hacer la tarea. Había desde una gran variedad de biografías de héroes patrios, hasta monografías de la Independencia Nacional o mapas con división política sin nombres. Otras veces eran más bien visitas a las tías de mis tías, es decir a mis tías abuelas. Esas eran las más aburridas, pero donde se comía mejor: desde la simple delicia de sanduichitos de galleta María rellenos de mermelada de fresa, hasta las enchiladas hechas a mano por mi tía bisabuela Tola, pasando por los huevitos estrellados con frijoles de la olla de mi tía Tere.
También estaban las idas más divertidas, que era cuando nos invitaban a alguna fiesta infantil a El Principito, o mejor aún, a El Castillito, que me encantaba porque en cualquiera de los dos salones tenían una alberca llena de esponjas de diferentes tipos para que uno se aventara a lo bestia y nadara entre pura cosa suavecita y seguramente mugrosísima sin que hubiera pendiente alguno. Estamos hablando, por supuesto, de esa época donde las fiestas eran nomás fiestas, sin sofisticaciones: piñata, pastel, coditos fríos, sándwiches de jamón y queso, payaso o títeres. Bueno, ni los inflables existían, menos las temáticas sofisticadas, los videojuegos o la necesidad imperiosa de dejar en ello el presupuesto familiar. La cosa era pasársela bien, tener amigos y acabar chorreada de Kool-Aid.
Este sábado que viene cumplo 49 años y parte de mi no puede creer que ahora soy mucho mayor de lo que mi mamá y mis tías eran cuando nos llevaban en el bochito amarillo a revolcarnos en esas fiestas infantiles de las cuales ahora recuerdo nada más pequeñas estampas. Ninguna de mis tías abuelas están ya para hacer enchiladas o freír huevito. Mis propios hijos ya no son niños, uno incluso acaba de estrenarse en la mayoría de edad.
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Yo no creo que la edad es lo que uno decida que sea y que uno puede ser joven incluso teniendo noventa años. Esa es una ilusión que sirve de consuelo para mucha gente. Para mí no. Uno es de la edad que es y tengo casi medio siglo. No somos, siento decirlo, eternos jóvenes. Los años pasan y se quedan en uno. Yo no aspiro a ser joven siempre porque es una batalla perdida y esas ya no me interesa librar.
Aspiro, eso sí a mantener la mente abierta para no acomodarme en ideas que parecen esculpidas en piedra. Deseo conservar el sentido del asombro ante los cambios del mundo, especialmente los que nos ofrezca la ciencia. Quiero voltear y maravillarme por ver que tal o cual enfermedad ya se puede curar. Quiero ver cómo las cosas que imaginábamos antes ahora son reales, así como vi que se volvían completamente normales las llamadas con video que antes nada más se veían en las caricaturas de los Supersónicos. Aspiro a poder leer mucho más de lo que he leído, de autores y autoras que a lo mejor ahorita están cursando la secundaria y nunca decir que lo que leí en el pasado era mejor. Quiero seguir probando platillos nuevos, cosas exóticas que me inviten a salir del área del confort culinario, aunque ya tenga muy clara las cosas que me gusten y las que no. Deseo seguir teniendo ganas de llevar una buena vida social, reunirnos con esa gente que nos conoce de toda la vida, pero también decir “Mira, te presento a fulano, lo conocí este año y nos caímos super bien, es mi nuevo amigo”. Quiero también seguir teniendo la libertad de decir “No, hoy no voy porque estoy cansada y nos vamos a quedar en casa a ver películas”. Aspiro a seguir haciendo ejercicio para mantenerme bien, y en algunos años, tener un cuerpo únicamente con el desgaste propio de eso que ha sido bien usado por los años. Quiero seguir trabajando un buen rato para en unos años, aspirar a no depender económicamente de mis hijos o de la pensión de mi esposo. Deseo seguir disfrutando de la familia que tengo, a envejecer con Marcos juntos, como le hemos hecho desde que nos conocimos, cuando teníamos pasados los 15 años. Deseo seguir viendo la transformación que hasta ahora hemos atestiguado de nuestros hijos bebés-niños-adolescentes-jóvenes-adultos hasta donde alcance. Ver que hagan sus vidas como ellos lo vayan decidiendo y amarlos hasta el infinito.
No, no quiero volver a ser joven. Eso ya fui, estuvo padre, pero ya pasó. Quiero que este año sea el ensayo para cuando cumpla cinco décadas y saber, por pura estadística, que no viviré otros cincuenta años y que estoy en paz con eso. Así, que este ensayo tenga la plenitud de la noche de estreno, con la conciencia de quien ya no es actriz de debut, sino primera actriz de mi propia puesta en escena.