In-D: Funeral de Ozzy Osbourne, de proporciones casi Papales

Hoy, en Birmingham, Inglaterra, la cuna del metal, el mundo asiste a un hecho que jamás habíamos presenciado como sociedad global: el funeral de Ozzy Osbourne. Y no porque la muerte de un rockstar sea extraña, hemos perdido a muchos, sino porque por primera vez en la historia muere el padre del metal. Antes de Ozzy, el género no existía. Antes de Black Sabbath, no había ese sonido denso y profético que marcó generaciones. Hoy, lo que se entierra no es sólo un cuerpo: es un linaje, una grieta abierta entre el ruido y la eternidad.
El cuerpo de Ozzy será llevado en procesión por las calles de Aston, su barrio natal, donde todo comenzó, en un recorrido público que recuerda más a un evento papal que a un entierro común. Miles han llegado desde todos los rincones del mundo, no para llorarlo en silencio, sino para despedirlo como él mismo pidió: con música en vivo y cerveza en mano. Hay una banda tocando "Crazy Train", "Iron Man", "Mr. Crowley"... y la gente canta como si el mismísimo Príncipe de las Tinieblas aún estuviera en el escenario, al borde de la catarsis, preparando el salto final al abismo.
No hay silencio en este funeral. Hay risas. Hay algo casi sagrado en ver a una multitud cantando "Mama, I´m Coming Home" como si fuera un himno litúrgico, mientras los más devotos lanzan flores negras al paso del ataúd. Un ataúd que, por cierto, no podía ser normal, porque Ozzy tampoco lo fue.
Se dice, y la historia ya empezó a tomar forma de mito, que el ataúd lleva una bocina interna que en algún momento del servicio lanza una grabación pregrabada del propio Ozzy golpeando desde adentro, gritando con humor negro: "¡Oigan, creo que necesito una segunda opinión médica!". Otra versión asegura que pidió que Sharon, su eterna compañera, reciba flores diarias el resto de su vida, como si la muerte no fuera excusa para dejar de amar. Sea verdad o leyenda, con Ozzy todo siempre fue así: una mezcla de espectáculo, ternura, oscuridad y locura.
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Este no es un adiós convencional. Es una fiesta que desafía la idea misma del luto. Es el último tour de un artista que nunca quiso irse en silencio. Ozzy diseñó este evento como una celebración de la vida, del ruido, de la libertad que el metal representa. No hay lamentos solemnes ni coros fúnebres. Hay una euforia contenida, una alegría dolorosa, una comunión de almas que entienden que hoy no muere un hombre: hoy el infierno está de luto, y el cielo se queda sin su mejor rebelde.
Sharon, firme pero con los ojos rojos, agradece con gestos desde lo alto. Jack y Kelly sostienen el protocolo. Pero se nota que hasta ellos saben que esto no es una despedida. Es Ozzy diciendo "¡Buenas noches, los amo a todos!" una última vez, desde alguna dimensión etérea.
La muerte de Ozzy inaugura algo nuevo. Marca una frontera cultural: el momento exacto en que el metal pierde a su génesis, a su Adán eléctrico. Nunca antes habíamos tenido que imaginar un mundo sin él. Y ahora lo vemos entre lágrimas que se disimulan tras lentes oscuros, entre risas que brotan porque su legado no se apaga. No puede apagarse. Está demasiado tatuado en nuestra memoria sonora.
Al final del día, cuando el ataúd cruce las puertas de la ceremonia privada, el bullicio cederá a la intimidad. Los más cercanos lo despedirán en un círculo pequeño, como si el espectáculo hubiera llegado a su fin. Pero todos sabemos que no es así. Ozzy no muere hoy. Ozzy se multiplica. En cada adolescente que encuentra consuelo en el volumen alto, en cada voz ronca que canta contra el sistema, en cada madre que reprende a su hijo por tener posters de sus héroes metaleros en la pared. Ahí estará Ozzy. En todas partes.
Porque hay muertes que no terminan en un panteón.
Hay muertes que comienzan una nueva religión.
Y el metal, sin duda, es una de ellas.
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