México fuera del radar: entre la transformación y la demolición
El autoritarismo contemporáneo ya no
se impone con botas, sino con urnas.
Hoy, la esperanza se encuentra,
sencillamente, fuera del radar.
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Después de años de compartir ideas, de advertir con datos, de preguntar con respeto y de pedir empatía, muchos de nosotros —quienes miramos con preocupación el rumbo del país— no logramos lo esencial: construir una red sólida de solidaridad ciudadana ni encontrar caminos que nos unieran hacia un propósito común.
Hoy, México es víctima de una transformación que dejó de construir para comenzar a deshacer. El poco —o mucho— Estado de derecho que se había edificado entre mareas turbulentas ha sido desmantelado. La elección popular del Poder Judicial, celebrada este domingo 2 de junio, no representa un avance democrático, sino una peligrosa deformación institucional. Un disparo certero a la columna vertebral de la justicia.
Ya no sigo a diario los noticieros ni leo con la misma frecuencia a los editorialistas. No por desinterés, sino por agotamiento. Se ha vaciado la energía. Se ha ido también esa ilusión ingenua de que, entre todos —o al menos una gran mayoría—, podríamos resistir la demolición sistemática emprendida desde 2018 bajo el disfraz de transformación.
Durante seis años, México fue cocido a fuego lento. Como lentejas en olla de barro. La voluntad colectiva se ablandó, la capacidad crítica se redujo, y las aspiraciones legítimas de millones fueron estigmatizadas. El país se acostumbró al castigo disfrazado de virtud, a la obediencia impuesta como moral.
México duele. No desde el domingo pasado, sino desde hace años. Duele la ingenuidad de las mayorías atrapadas en una narrativa única. Duele ver cómo las minorías que alertaron son hoy intimidadas, controladas mediante estructuras de poder elegante y eficaz: la maquinaria fiscal, las dependencias estratégicas, los silencios impuestos desde arriba.
Para quienes tenemos ya algunas décadas de vida, es evidente que el país no avanza hacia una democracia adulta, sino que retrocede hacia formas nuevas de control autoritario. No se nombra como tal. No se llama socialismo, ni se dice dictadura. Pero los mecanismos se parecen demasiado: concentración de poder, eliminación del disenso, criminalización del mérito y exaltación del resentimiento como doctrina.
El autoritarismo del siglo XXI ya no porta botas ni se acompaña de himnos marciales. Se disfraza de justicia popular, de voluntad colectiva, de democracia participativa. Pero impone silencios, elige jueces con antecedentes penales o vínculos criminales, y convierte la justicia en un juego político.
Nos dicen que seremos iguales. Pero la igualdad que proponen es la de la pobreza compartida. Ya no se publican manifiestos ni tratados ideológicos. Ahora se editan libros como A la mitad del camino o Gracias. Pronto llegarán otros: El segundo piso de la 4T, Ciencia, Estado y austeridad republicana. Títulos que no esconden su intención: construir una narrativa hegemónica donde la historia solo tiene una versión oficial.
La mesa está servida. Desde los curules del Congreso hasta las fiscalías del Estado; desde los despachos del poder hasta las madrigueras de la sierra.
Por eso escribo hoy con los brazos cansados, con un tono pesimista, y con esa esperanza —la de un México libre, justo, plural y con oportunidades— que hoy, como tantas otras veces, parece estar fuera del radar.