In-D: 15 años sin el eco de Cerati

15 de mayo de 2010. Estadio "Simón Bolívar", Caracas, Venezuela.
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La penumbra del estadio. La multitud aún vibra con la canción anterior, pero el aire se suspende en un silencio breve, expectante. Gustavo Cerati se coloca frente al micrófono. Su chaqueta blanca, con reflejos metálicos, brilla bajo una luz azulada que cae en ángulo recto. El sudor le corre por la frente y hace relucir su piel como si estuviera envuelto en una capa líquida de electricidad. La guitarra negra se balancea en su pecho: contrapeso oscuro de la luz que lo cubre.
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No canta todavía. Habla. La voz es clara, firme, pero cargada de una serenidad misteriosa. Dice: "Ahí va un regalo... no mío, sino de la naturaleza... un lago en el cielo". La frase no dura más de diez segundos, pero esos segundos se estiran como si fueran siglos. Algunos en el público levantan los brazos antes de que suene la primera nota, otros se miran entre sí, incrédulos, como si hubieran escuchado un anuncio secreto.
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Primer acorde. El sonido de la guitarra corta el aire caliente de Caracas como un cuchillo que abre un portal. Las luces se intensifican: azules, violetas, un destello blanco. Cerati baja el rostro, cierra los ojos un instante. Los dedos de su mano izquierda se aferran a la guitarra con precisión quirúrgica, mientras la derecha arranca la melodía. El estadio responde con un rugido de miles de gargantas, un rugido que se quiebra en gritos, silbidos, lágrimas.
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El público canta. No, grita. No, reza. Cada palabra de "Lago en el cielo" se multiplica en miles de bocas. Los celulares parpadean como luciérnagas digitales, creando un firmamento sobre la multitud. Por un instante, se cumple la profecía: hay un lago suspendido en el cielo del estadio, reflejado en las luces, en los cuerpos, en los gritos.
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Cerati abre los ojos. Mira al público, pero parece mirar más allá. Hay un brillo en su semblante, mezcla de cansancio y plenitud. El sudor le escurre por el cuello y moja la camiseta clara debajo de la chaqueta. Mueve apenas la cabeza, al ritmo de los acordes, y su melena rizada se sacude bajo la luz. Hay algo solemne en su postura: un hombre vestido de blanco en medio de un océano humano.
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Zoom al público. Una mujer llora en la tercera fila, con los ojos fijos en el escenario. Un grupo de jóvenes salta en sincronía, abrazados. Más atrás, un hombre mayor levanta un encendedor como si fuera un gesto de resistencia. Cada espectador tiene una historia, pero en ese instante, todas convergen en la misma canción.
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Cerati levanta los brazos, extendiéndolos como alas. El estadio estalla. Hay quienes ven en ese gesto un acto mesiánico; otros, una simple muestra de gratitud. Pero todos sienten que hay algo más en juego. Las luces blancas lo envuelven, su chaqueta refleja destellos que parecen fragmentos de estrellas. Cada segundo cuenta, cada segundo se graba en la retina colectiva.
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El estribillo. "Un lago en el cielo, quisiera ser suave...". La voz suena clara, potente, pero hay un temblor escondido en las sílabas, como un leve quiebre de la respiración. El público responde más fuerte, grita sobre él, lo acompaña, lo sostiene. El estadio entero se convierte en un coro.
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Las notas finales se acercan. Cerati inclina el cuerpo hacia el micrófono, pero deja que el público cante. Miles de voces se apoderan del último estribillo. En ese momento, Gustavo parece retroceder un paso dentro de sí mismo: deja de ser protagonista y se convierte en espectador de su propio ritual.
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El último acorde. Las cuerdas vibran una última vez bajo sus dedos. Cerati sostiene la nota unos segundos más, la estira, como si no quisiera soltarla, como si se resistiera a dejarla morir. El estadio calla por un instante. Ese silencio pesa más que cualquier sonido.
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Respira hondo. Se acerca al micrófono. La voz, ahora más suave, dice: "Gracias Caracas... hasta la próxima, chau". La palabra "chau" resuena como un eco imposible de anticipar. Hace un gesto mínimo con la mano, un adiós casi profético.
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El público grita. Pide más. Aplaude hasta el dolor en las palmas. Pero ya no habrá encore. Cerati sonríe, gira lentamente, y se marcha hacia la penumbra. Su figura blanca se desvanece detrás del escenario.
[Después]
Nadie lo sabe todavía, pero ese fragmento de tiempo fue el último de su vida en los escenarios. Cinco minutos convertidos en eternidad. Cada segundo diseccionado, ampliado, convertido en historia. El hombre de blanco, con guitarra negra y voz quebrada, dejó un regalo que trascendió el tiempo: "Lago en el cielo".
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