logo pulso
PSL Logo

In-D: 40 años de Live Aid, los claroscuros del rock

Por Daniel Tristán

Julio 16, 2025 10:53 a.m.

A
In-D: 40 años de Live Aid, los claroscuros del rock

El 13 de julio de 1985, el mundo fue testigo de un fenómeno sin precedentes: Live Aid, un concierto doble transmitido en vivo desde Londres y Filadelfia que reunió a las estrellas más importantes de la música para recaudar fondos en favor de África oriental, devastada por una hambruna catastrófica. Fue un espectáculo descomunal, con una audiencia estimada de 1,500 millones de personas en más de 100 países. Un día que, según la ONU, marcó el nacimiento del "Día Mundial del Rock".

Pero más allá del glamour de los escenarios, los solos de guitarra de Brian May, la omnipresencia de Phil Collins (que cruzó el Atlántico en el Concorde para tocar en ambos continentes en un mismo día) o la cumbre simbólica de Queen, lo que Live Aid reveló fue el poder brutal de la televisión como maquinaria de persuasión global. En México, una sociedad adicta al televisor y sedienta de referentes internacionales, el eco fue inmediato... aunque, como siempre, asimétrico.

En el México de 1985, la televisión no era un electrodoméstico: era un altar. El país estaba gobernado por Miguel de la Madrid, en plena crisis económica, con inflación galopante, desempleo, y una profunda desconfianza social hacia las instituciones. Faltaban solo dos meses para el terremoto que cambiaría la historia de la capital y exhibiría de forma obscena la incapacidad del Estado.

En lo musical, el país vivía un momento peculiar. Mientras el rock nacional comenzaba a encontrar formas de romper el cerco de la censura y el desprecio institucional (aún existía la satanización del rock como "música para degenerados"), los jóvenes empezaban a empaparse del llamado rock en tu idioma. Soda Stereo, Caifanes, Maldita Vecindad estaban apenas en gestación. El impacto de ver a U2, David Bowie, Madonna o Queen por televisión era como asomarse al porvenir desde una habitación a oscuras. Live Aid llegó a México como una transmisión simbólica: no fue en vivo, no fue completa, pero dejó una marca. La juventud rockera de clase media sintió que algo había cambiado. Que la música no solo era evasión, sino también posibilidad de cambio.

¡Sigue nuestro canal de WhatsApp para más noticias! Únete aquí

Lo que Live Aid consolidó fue el poder de la televisión como legitimadora de emociones colectivas. Ver a miles de personas en Wembley llorar, cantar, donar, era casi una orden: tú también debes hacerlo. Fue una de las primeras veces en que el sufrimiento ajeno fue empaquetado como narrativa global. La pobreza convertida en espectáculo. Y funcionó. 85 millones de dólares fueron recaudados, sin saber si al final llegaron al destino adecuado.

Aquí es donde comienza la herida moral del evento. Desde su génesis, Live Aid fue un acto profundamente bienintencionado pero también estructuralmente colonial. Bob Geldof y Midge Ure, los cerebros detrás del evento, jamás ocultaron su visión: "debemos salvar a África". Pero... ¿quién es ese "nosotros"? ¿Y a quién "salvamos"? La narrativa fue clara: artistas blancos, organizadores blancos, medios blancos, públicos blancos salvando a los "otros", los "pobres", los "muertos de hambre" de África. La estética visual de los spots no escatimó en imágenes dolorosas: niños con moscas en los ojos, madres moribundas. Pero no hubo contexto político. No se habló de las dictaduras locales, del despojo occidental, de las guerras tribales promovidas por intereses externos. Solo se pidió donar.

Durante años, no hubo forma de ver completo el concierto. El material fue celosamente guardado, editado, controlado. No fue sino hasta 2005, veinte años después, que se lanzó oficialmente el DVD con gran parte de las actuaciones. ¿Por qué tardó tanto en salir? Porque el poder mediático también se traduce en poder económico. Derechos de autor, egos, negociaciones interminables. La idea de que Live Aid fue un gesto puro y desinteresado se resquebraja ante estas demoras interesadas. Phil Collins, por ejemplo, pasó a la historia no solo por sus interpretaciones, sino por su odisea atlántica: tocó primero en Londres, luego voló en el Concorde, aterrizó en Filadelfia y volvió a tocar. Una hazaña que la prensa vendió como si Hércules se hubiera encarnado en baterista. Hoy se ve como lo que fue: una proeza técnica con sabor a ego monumental. Un gesto que buscaba más el Guinness que la justicia social.

Que el 13 de julio sea recordado como el Día Mundial del Rock es justo en el plano musical, pero problemático en el ético. No cabe duda de que fue un evento único: reunió a The Who, Elton John, Led Zeppelin, Paul McCartney, Madonna, Mick Jagger, Tina Turner... un cartel que jamás se repetirá. La música fue buena, incluso extraordinaria. Pero el telón de fondo nunca dejó de ser incómodo.

Hoy, a 40 años de distancia, Live Aid sigue siendo un símbolo de lo que el arte puede lograr... y también de lo que puede ocultar. Fue una celebración de la esperanza, sí. Pero también fue una muestra de cómo las estructuras de poder pueden revestirse de solidaridad para perpetuarse.

Es fácil mirar hacia atrás y dejarse llevar por la nostalgia: la música, los peinados, los coros multitudinarios, el poder simbólico de miles de personas conectadas por una causa. Pero también es necesario mirar con ojos críticos. Preguntarse quién gana realmente con estos eventos. Qué vidas cambian. Qué estructuras se perpetúan. Live Aid fue muchas cosas: un concierto histórico, un fenómeno televisivo, un acto de buena voluntad... y una obra maestra del capitalismo emocional. A 40 años, merece ser celebrado, sí. Pero también revisado, discutido, desmenuzado. Porque la historia del rock, como la de la humanidad, no se escribe solo con acordes, sino con contradicciones.