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Sintonías

Por Alfredo Oria

Julio 18, 2025 03:00 a.m.

A

Aunque sea difícil de entender para muchos, Morante no es un artista para todo el mundo. Para llegar a verlo como se tiene que ver hay que tener también una sensibilidad especial como aficionado. Hoy todos están en el carro o quieren estar, pero recuerdo muy bien hace 20 años cuando la mayoría no alcanzaba a verlo aún. El arte no es medible ni, en un sentido, comparable: no puedes establecer quién era mejor artista, Velázquez o Goya. Pero lo que sí se puede establecer sin ninguna duda es que en la mesa histórica que come Morante hay muy pocos lugares. 

Este año, con una solidez que asombra incluso a los que llevamos décadas siguiéndolo, Morante ha dado algunos de los momentos más hondos y emocionantes que se han visto en mucho tiempo. No ha necesitado números redondos ni estadísticas abultadas, aunque tampoco son menores. Le ha bastado con aparecer cuando debía, en las plazas que cuentan y con el toro que significa. Su faena en Sevilla, de una lentitud imposible, o la de Madrid, en la que toreó como si dictara un manifiesto contra el quehacer sin alma, han sido objeto de reverencia incluso por parte de quienes antes no sabían —o no querían— entender que la tauromaquia es, aunque se haya dicho hace mil años, sobretodo, un ejercicio del espíritu.

En el mundo del vino sucede algo similar: hay vinos que requieren de una nariz cabal, una paciencia, una sensibilidad especial, un olvidarse del tiempo. Entre las miles de marcas que dan fachada a vinos globalizados, sin estilo acusado, sin personalidad, sin diferencia, hay algunas que se quedan debajo del radar del público en general porque, en principio, no son para todo el mundo. Qué bonito es el color cereza, el aroma a cereza y el sabor a cereza que a la gran mayoría gusta; pero también es aburrido e intrascendente probar tintos y tintos que están cortados por la misma tijera, que bien podrían ser de un lugar como otro, de una cepa u otra. 

Hay botellas que hay que escuchar, no juzgar, hay vinos que cuentan una historia y te transportan a un lugar, pero no son ese caldo que se supone tres veces bueno y que carece de sello; ese que da un cuestionable sentido de seguridad entre los amigos porque todos piden el mismo, o que cumple porque no tiene defectos. Hay vinos que son extraños, singulares, extravagantes, incluso insólitos, y muchas veces no cuestan más que los convencionales o los estándar o los más comerciales.

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Hace poco descorchamos una botella de Pozo de Luna Syrah Single Vineyard 2015. La botella necesitaba su espacio, su tiempo, florecer y expresarse. Cuarenta y ocho horas se dejó sin el corcho, sin violentarla, solo dejándola respirar. Al cabo de estos dos días, la copa de este extraordinario vino perfumaba el salón entero con su fragancia, su sabores acaricaban y alargaban el momento como uno de esos naturales eternos del de la Puebla. La experiencia fue tan profunda y rica que nos hizo sentir la misma emoción estética de esa música callada del toreo de José Antonio.

Vivencias como éstas necesitan de un emisor y de un receptor cuyas sensibilidades estén sintonizadas. Si sólo se emite y no hay frecuencia en quien ve o paladea no hay duende. Pero cuando esa comunión sucede, ya no se ve el vino como antes, ya no se ve el toreo como antes. Ni la vida.