Cuidar es un derecho
“Las sociedades que cuidan son
las únicas que pueden aspirar
a ser verdaderamente libres.”
En una sociedad que corre hacia adelante como si la velocidad fuera virtud y la productividad la única medida de valor, el cuidado ha sido relegado a los márgenes, invisible en las estadísticas y subestimado en el discurso público. Paradójicamente, es ese cuidado cotidiano —alimentar, acompañar, atender, escuchar, sanar— el que sostiene la vida humana y el que, sin él, haría colapsar cualquier estructura social. El pasado 7 de agosto de 2025, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) dio un paso histórico: reconoció, en su Opinión Consultiva 31/2025, la existencia de un derecho autónomo al cuidado.
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No se trata de un hallazgo repentino. Es el fruto de años de lucha feminista, de reclamos de personas cuidadoras, de activismo social que ha insistido en que cuidar no es un acto de caridad, sino un trabajo esencial que genera valor económico, social y humano. Esta Opinión Consultiva, solicitada por la República Argentina en enero de 2023 y adoptada el pasado 12 de junio, marca un antes y un después: por primera vez un tribunal internacional declara, con todas sus letras, que el cuidado es un derecho humano con vida propia.
La Corte definió el cuidado como una necesidad básica, ineludible y universal, indispensable tanto para la existencia de la vida humana como para el funcionamiento de la vida en sociedad. Lo descompuso en tres dimensiones que parecen obvias, pero cuya obviedad ha sido precisamente la excusa para su invisibilidad:
1. Ser cuidado: el derecho a recibir atenciones dignas y de calidad que garanticen bienestar físico, mental, espiritual y cultural.
2. Cuidar: el derecho a brindar cuidados en condiciones dignas, sin discriminación, y con pleno respeto a los derechos de quienes cuidan, sean labores remuneradas o no.
3. Autocuidado: el derecho a que tanto quienes cuidan como quienes son cuidados puedan procurar su propio bienestar y atender sus necesidades.
La Opinión Consultiva también hizo visible el sesgo de género estructural que atraviesa el cuidado. Hoy, las labores de cuidado no remuneradas recaen tres veces más en las mujeres que en los hombres, limitando sus oportunidades laborales, educativas y de seguridad social. Además, ese trabajo invisible —cocinar, limpiar, atender, acompañar, criar— constituye un aporte gigantesco al Producto Interno Bruto, pero rara vez aparece en los informes económicos. Dicho de otra forma: la economía de mercado funciona gracias a una economía de cuidados que el Estado ni paga ni reconoce.
La Corte fue clara: los Estados deben revertir estereotipos y patrones socioculturales que perpetúan esta desigualdad, y deben garantizar que las labores de cuidado, sean remuneradas o no, se realicen en condiciones de igualdad. Esto implica un cambio de paradigma: el cuidado no es una responsabilidad exclusiva de las familias —y dentro de estas, de las mujeres—, sino un compromiso compartido por la sociedad y el Estado bajo el principio de corresponsabilidad.
Las implicaciones son enormes. El reconocimiento de este derecho obliga a diseñar políticas públicas universales de cuidado, a crear sistemas nacionales que integren guarderías, centros de atención a personas mayores, servicios para personas con discapacidad y programas de autocuidado para quienes cuidan. Obliga a reformar leyes laborales y de seguridad social para incluir a las personas que realizan cuidados no remunerados, y a profesionalizar las labores de cuidado remunerado, otorgando a quienes las ejercen los mismos derechos que a cualquier otro trabajador.
Pero el cuidado no es solo un asunto doméstico o familiar. También está intrínsecamente ligado a los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA). La Corte lo vinculó con el derecho al trabajo y a la seguridad social, y subrayó que el trabajo de cuidado —remunerado o no— está protegido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Sostener la vida implica sostener el entorno que la hace posible: el cuidado, en este sentido, también es una política ambiental, porque cuidar de las personas y cuidar del planeta son tareas inseparables.
Este reconocimiento es un triunfo, pero no es una meta alcanzada. El riesgo, como siempre, es que el derecho quede atrapado en el papel. No basta que la Corte IDH lo declare; hace falta voluntad política, recursos y compromiso real para implementarlo.
La pregunta que queda es incómoda: ¿estamos listos como sociedad para asumir que cuidar es una responsabilidad colectiva y no un favor personal? Porque reconocerlo es apenas el primer paso; lo verdaderamente transformador será vivir en un país donde cuidar y ser cuidado deje de depender de la buena voluntad de unos pocos y se convierta en una garantía efectiva para todos.
Delírium trémens.- No es mala idea declarar a toda la ciudad como museo.
@luisglozano