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La reforma que viene

Por Marco Iván Vargas Cuéllar

Agosto 07, 2025 03:00 a.m.

A

Ya viene el tiempo de discusión sobre la próxima reforma electoral. Aquí lo hemos estado advirtiendo desde hace algunos años: los proyectos de reforma pueden provenir de reclamos sociales, de exigencias de contiendas equitativas y competitivas o, como es el caso que hoy nos convoca, de un proyecto (públicamente indefinido en la forma, pero claro en el fondo) de “transformación” del estado mexicano. Como carta de navegación quiero sugerirle la lectura de una publicación reciente por parte del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM: “La iniciativa presidencial de reforma electoral: análisis técnico del Plan C electoral”, coordinada por Javier Martín Reyes y María Marván Laborde. Este texto constituye un esfuerzo riguroso por tomar con la seriedad debida las propuestas de reforma que, aunque formalmente atribuibles al sexenio pasado, sobreviven como hoja de ruta del que apenas comienza.

La propuesta de reforma electoral planteada desde el Ejecutivo introduce cambios profundos que afectan la médula del sistema democrático mexicano. Entre sus ejes se encuentran la eliminación de la representación proporcional en ambas cámaras del Congreso, la reducción drástica del financiamiento público a los partidos, la desaparición de los institutos y tribunales electorales locales, y la elección por voto popular de quienes integren las autoridades electorales (tal como ocurrió con las jurisdiccionales). Bajo el discurso de austeridad, eficiencia y legitimidad popular, se propone una reconfiguración del sistema electoral que abandona principios fundamentales como el pluralismo, la equidad y el federalismo. Todo esto lo iremos revisando con detenimiento en entregas posteriores.

Las críticas a estas medidas son contundentes. Sustituir la representación proporcional por un sistema de mayoría relativa pura implica una regresión autoritaria: se margina a las minorías, se favorece la sobrerrepresentación de las mayorías y se debilita la deliberación legislativa. Recortar los recursos públicos a los partidos bajo una lógica punitiva mina la competencia democrática y fortalece al partido en el poder. Centralizar todas las funciones electorales en un solo órgano desmantela los contrapesos federales y reduce la eficacia operativa del sistema. Y politizar la designación de consejerías electorales mediante el voto popular no democratiza al sistema electoral, lo contamina. En conjunto, esta reforma no busca perfeccionar la democracia: pretende redibujar sus límites para ajustarlos al poder.

En este escenario, resultan desconcertantes las declaraciones de Pablo Gómez, comisionado presidencial para la reforma electoral, quien afirma que los cambios “no serán producto de camarillas” y que se trata de “ejercer la fuerza política ganada democráticamente”. La incongruencia no pasa desapercibida: Gómez, quien accedió al Congreso como uno de los primeros legisladores de representación proporcional en la historia de México, ahora defiende su eliminación con el fervor de quien reniega de su propio origen político. Más que una paradoja, se trata de una contradicción ideológica profunda, que evidencia una visión instrumental de las instituciones: son útiles mientras beneficien a mi causa; son prescindibles si le dan voz a los otros.

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La reforma electoral, sin embargo, no tiene por qué naufragar en la regresión. Si se parte de un diagnóstico serio y se escucha a los actores técnicos y sociales que han construido el sistema durante décadas, es posible avanzar hacia una agenda que, en verdad, fortalezca nuestra democracia. Es necesario mejorar los mecanismos de fiscalización, sí, pero haciéndolos más eficaces, no debilitando su alcance. Se debe revisar el modelo de financiamiento, por supuesto, pero sin comprometer la equidad de la contienda. La representación proporcional puede perfeccionarse, pero jamás eliminarse. Y la participación ciudadana debe crecer, no reducirse, como ocurriría al concentrar las funciones en una sola estructura nacional.

La presidencia de la república tiene la legitimidad para proponer, pero también la responsabilidad de preservar lo que ha costado décadas construir. No se trata de blindar un modelo perfecto, sino de impedir que los errores del pasado se repitan disfrazados de innovación. La democracia, como enseñan los autores de la obra editada por la UNAM, no se mide por la cantidad de reformas sino por la calidad de las instituciones que las sostienen. Y eso, en los tiempos que corren, es lo verdaderamente revolucionario.

x. @marcoivanvargas