La sensatez de Claudia Sheinbaum
Saber ganar puede ser más difícil que saber perder. Esta sentencia, que bien podría estar tallada en mármol en la entrada del Palacio Nacional, parece no haber sido leída por varios de los nuevos vencedores del régimen. Muchos en Morena, eufóricos tras la victoria, han confundido el poder con impunidad, el triunfo con soberbia, y la representación con egolatría.
Desde el 2 de junio, una parte importante de la Cuarta Transformación parece haber entrado en una fase de descontrol. Mientras el país tiene que surcar la difícil coyuntura internacional, algunos personajes del oficialismo han decidido usar su mandato no como una oportunidad de servir, sino como un cheque en blanco para los excesos.
La paradoja de este nuevo ciclo es que, en medio de la tormenta de declaraciones frívolas, abusos de poder y delirios autoritarios, la única figura que parece mantener la compostura, el juicio y el sentido común es la presidenta Claudia Sheinbaum.
Cada mañana, la Presidenta parece salir a corregir los desvaríos de los suyos. Como una maestra de secundaria, debe llamar al orden a aquellos que, deslumbrados por su nuevo halo de poder, han perdido todo sentido de proporción y humanidad. Porque no es un tema de novatez, ni siquiera de aprendizaje institucional: es un asunto de sentido común, de humanidad y de decencia. Y esa, se tiene o no se tiene.
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Ahí están las declaraciones frías y profundamente inhumanas de Rocío Nahle, intentando reconducir un acto de violencia brutal a una narrativa política. Ante la frivolidad, la Presidenta tuvo que salir a rectificar y poner un poco de sentido común y humanidad al tema: “Es lamentable y no queremos que pase en nuestro país…sea que haya fallecido de un infarto o de una agresión directa”. Están también los escándalos de viajes, los hoteles de lujo, las comitivas innecesarias: la opulencia de quienes juraron gobernar con austeridad.
Y están, más peligrosamente aún, los intentos de censura directa: el de Layda Sansores y Alejandro Armenta, tratando de callar a la prensa con la misma lógica de quienes decían combatir.
Ante todo ello parece que Claudia Sheinbaum es de las muy pocas figuras públicas que han mantenido la sensatez y los pies en la tierra. Su perfil técnico, mesurado, de discurso estructurado y visión de Estado, contrasta con los espectáculos cotidianos que ofrecen varios de sus correligionarios.
Sheinbaum es, hoy, víctima de su propio triunfo. El arrollador respaldo ciudadano que la llevó al poder trajo consigo a muchos pasajeros indeseables: figuras que ven en el poder una oportunidad para satisfacer sus cuentas pendientes, sus resentimientos, sus traumas de adolescencia política. No gobiernan, desquitan. No representan, desquician.
Y mientras tanto, la Presidenta debe estarse preguntando cómo llegaron estas personas a ocupar cargos tan altos. Porque el problema no es la inexperiencia: es la falta de sentido común, de decoro, de una brújula moral básica. La experiencia se aprende; la humanidad no. Y quien no la tiene a estas alturas, no la tendrá nunca.
Todos los excesos políticos acaban siendo pagados; tarde o temprano. Hoy, algunos creen que pueden abusar sin consecuencias. Mañana, sus actos los alcanzarán. Y entonces, quizá, recordarán que la sensatez no era debilidad, sino fortaleza. Y que la Presidenta, en su soledad prudente, fue una de las pocas que entendió que el verdadero poder no se impone: se ejerce con responsabilidad.
El dilema para Sheinbaum no es menor. Si no pone orden pronto, si no traza un límite claro entre su proyecto y los excesos de los suyos, terminará siendo la víctima de sus propios compañeros de gobierno. Cada escándalo, cada abuso, cada gesto de arrogancia, le resta legitimidad no sólo al gobierno, sino a la promesa de transformación con la que ganó.
La historia mexicana está llena de victorias mal digeridas. De gobiernos que, al no saber ganar, se sabotearon a sí mismos. Hoy, Morena corre ese riesgo. Y la Presidenta, que debería estar construyendo un legado de largo aliento, se ve forzada a convertirse en árbitro de un equipo que juega a deshacer lo que ella busca construir.
El poder es una prueba de carácter. Y en este sexenio, el carácter de muchos se ha revelado pueril, frágil, vulgar. En cambio, la presidenta, con sus silencios estratégicos y sus llamados discretos a la prudencia, representa la sensatez que tanto escasea.
(Analista político)