Presagios judiciales
El nuevo ministro que fungirá como presidente, apareció en los célebres “acordeones” que circularon para orientar el voto en la elección judicial. No es un detalle menor. Es la mancha de origen que exhibe, desde antes de empezar, a un tribunal que debía simbolizar imparcialidad y hoy carga con la sospecha de haber sido producto de una operación política.
La pregunta es inevitable: ¿de quién dependerá la legitimidad de la nueva Corte, de la Constitución o de la maquinaria electoral que la impulsó? Porque cuando el origen se contamina, el ejercicio del cargo no empieza en cero, empieza cuesta arriba.
La arquitectura institucional que arranca Aguilar no es alentadora. La reforma judicial desmontó el andamiaje que tardó muchos años en construirse y lo sustituyó por órganos de administración y disciplina en los que solo se ve obediencia lacayuna a los designios del Poder Ejecutivo. La Corte tendrá ahora menos manos, más expedientes y menos herramientas de autogobierno. La promesa de “justicia pronta y expedita” se deshace al primer contacto con la realidad.
Pero lo más grave no está en la estructura, sino en la doctrina pública que Aguilar ha repetido como un mantra: “la Corte no disputará poder con el Ejecutivo”. Suena conciliador pero es un realidad una aterradora declaración: leído en clave constitucional, es una renuncia anticipada, una sumisión expresa y la rendición anticipada del Poder Judicial. Porque la separación de poderes no consiste en buena educación ni en cortesía republicana: consiste en la disposición a contrariar al gobierno mayoritario cuando la ley así lo exige.
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Si el tribunal constitucional se autocensura bajo el disfraz de la armonía, abdica de su misión contramayoritaria.
La retórica de la austeridad, presentada como virtud moral, puede terminar siendo un mecanismo de disciplina. Recortar lujos es correcto; limitar independencia, suicida. Los salarios dignos, la capacitación, la tecnología y la defensoría pública no son lujos, son blindajes contra la corrupción y la cooptación. Empobrecer a la justicia es abrirle la puerta al control político. La tijera, si corta lo que sostiene la autonomía, no poda excesos: mutila libertades.
Tampoco es inocua la insistencia en símbolos de identidad. Que la justicia sea pluricultural es deseable; que se deslice hacia una lógica plebiscitaria es otra cosa. Un tribunal que mide su legitimidad en aplausos y no en argumentos jurídicos se transforma en caja de resonancia del humor social. La función del juez constitucional no es agradar al pueblo, es sostener la Constitución incluso aunque las voces parezcan muchas. Lo contrario es teatro, no justicia.
El contexto agrava los presagios. La elección judicial tuvo una participación raquítica. En esas condiciones, cualquier sospecha de cercanía con el oficialismo pesa el doble. Y cuando se suman la celebración abierta del gobierno, la coincidencia programática en la austeridad y la narrativa de “reconciliación con el pueblo”, lo que se dibuja no es independencia, sino alineamiento. Un Poder Judicial alineado no es poder: es trámite.
Miles de asuntos pendientes, ministros recién llegados, un Pleno saturado y la tentación de dedicar energías a giras pedagógicas de alto perfil. El riesgo es evidente: dispersar la función central en un despliegue de propaganda. La justicia constitucional no se mide en conferencias ni en aplausos, se mide en sentencias sólidas, oportunas y capaces de incomodar al poder cuando corresponde, lo que el fiel Hugo y demás vasallos ahora ministros podrán siquiera pensar.
Si Hugo Aguilar se conforma con ser el rostro amable de un tribunal dócil, confirmará que los acordeones no fueron anécdota electoral, sino acta de nacimiento de una Corte en minúsculas.
Porque el verdadero peligro no es que la Corte fracase en su primera prueba. El verdadero peligro es que deje de intentarlo. Cuando la Corte aplaude en vez de resolver, lo que muere no es un expediente, sino la justicia.
@jchessal
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